Detalle de cuadro “Rancho de la laguna” (óleo), de Augusto Gómez RomeroDetalle de cuadro “Rancho de la laguna” (óleo), de Augusto Gómez Romero

El rancho, raíz del hombre y cuna del silencio

2025/12/27 16:50

El rancho nació antes de la patria -entre los siglos XVII y XVIII- fruto del mestizaje entre la tradición indígena y el aporte hispano. Mucho antes de los límites trazados en los mapas, cuando el hombre debía inventarse un refugio con lo que la tierra le ofrecía. De los pueblos originarios heredó el uso de los materiales nobles -barro, caña, paja, cuero- y de los españoles la idea del hogar como centro del mundo doméstico. Así, de esa mezcla, sencilla y sabia, surgió el rancho criollo: vivienda humilde, pero profundamente enraizada en el paisaje. Se amasaba el barro, reforzado con paja o estiércol, y se techaba con juncos, totora o paja brava. No conocía la soberbia del mármol ni el brillo del cristal. No había planos ni medidas. Cada hombre lo moldeaba con su intuición y su experiencia. A veces tenía una sola habitación, otras un pequeño galpón y un horno de barro al costado. No faltaban la imagen del santo, la guitarra y el catre de tientos, los tres pilares de la vida rural. Su arquitectura respondía al clima y al paisaje, muros gruesos que conservaban el fresco en verano y el calor del fuego en invierno. Techos inclinados para que el agua corriera. Aberturas mínimas para proteger del viento.

El rancho no desafía la naturaleza; se confunde con ella, como una prolongación del monte o del suelo. A su alrededor se organizaba todo un universo: el corral, la huerta, el aljibe, la majada, los juegos de los niños, los rezos de la mujer y las mateadas al ocaso. Desde allí el gaucho partía hacia la faena o el arreo, y a él regresaba con la tarde buscando el descanso y el abrigo del fuego. Fue también escenario de reuniones políticas y encuentros de caudillos, testigo de nacimientos y despedidas. En sus paredes se escribieron los primeros capítulos de la historia argentina.

Leopoldo Lugones

El arte y la literatura lo inmortalizaron. Pintores como Pueyrredón y Della Valle, poetas como Lugones y Hernández, vieron en el rancho la síntesis de la identidad nacional. A través de él se expresó el espíritu del criollo: sobrio, libre, trabajador y profundamente ligado a la tierra. Hoy, muchos de esos ranchos han desaparecido bajo el empuje del progreso o fueron transformados en símbolos turísticos. Sin embargo, en algunos rincones de la provincia de La Rioja, Santiago del Estero y Córdoba, o de la Pampa bonaerense todavía se levantan humildes y firmes como guardianes de una memoria viva. Son testigos del modo de vida que dio origen a nuestra cultura rural, y recordatorios de que la verdadera nobleza del hombre está en su vínculo con la tierra.

En la historia y en los documentos, los ranchos figuran en descripciones de viajeros como Azara, Darwin, Hudson y en los textos de Sarmiento, Güiraldes, Mansilla. Durante las campañas militares del siglo XIX -Guerra de la Independencia, guerras civiles- lo ranchos fueron puntos de hospedaje, pulperías improvisadas o lugares de reunión de montoneras. También se asociaba al rancho con la pobreza y la barbarie, según el discurso civilizador de la generación del 37. Pero para otros simbolizaba lo auténtico, lo telúrico.

El rancho fue más que un techo. Fue una manera de existir. Adentro, el tiempo parece respirar distinto. El fogón arde como corazón encendido, centro de la vida familiar y guardián de la palabra; junto a él se traman las historias, se ceban mates y se aprenden los silencios. Las cosas simples, una guitarra, un catre, una olla ennegrecida, se vuelven testigos de la memoria. En ese espacio breve la existencia adquiere una hondura que el ruido de la modernidad no logra imitar.

Rancho de adobe

En la pampa sin fronteras, en el noroeste y otras zonas rurales, el hombre criollo levantó su abrigo, y al hacerlo creó una forma de estar en el mundo. Allí, entre la intemperie y el silencio, comenzó la vida rural argentina.

El rancho fue más que un refugio: fue escuela, templo y frontera. En su sombra nacieron caudillos y payadores, poetas y soñadores. En esas moradas de adobe se pensó la libertad, se curaron heridas de la historia y se tejieron versos que aun recorren las guitarreadas. Martín Fierro podría haber dormido bajo cualquiera de esos techos humildes, porque su alma y la del rancho son una misma sustancia: tierra y coraje.

Hoy, cuando el cemento avanza y el tiempo borra las huellas, todavía hay ranchos que resisten. Basta ver uno erguido en medio del campo, con su horno de barro y su sombra de algarrobo, para sentir que allí se prolonga la vida. Allí donde el viento canta entre los horcones, el hombre se amansa y la mujer enciende el fuego que sostiene esa vida.

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