En la práctica jurídica, me he encontrado con juristas sobresalientes, individuos cuya capacidad de entendimiento, precisión y formulación teórica desborda los En la práctica jurídica, me he encontrado con juristas sobresalientes, individuos cuya capacidad de entendimiento, precisión y formulación teórica desborda los

El paradigma de la justicia en el contexto actual

Amable lector(a), imagino que, al versar esta columna sobre temas selectos de Derecho, naturalmente, usted esperaría un título estrictamente jurídico; quizás, una crítica sobre la reforma de una ley o una vana descripción sobre la reestructuración orgánica que hoy enfrenta nuestro país.

Si bien nunca debemos pretender ignorar lo anterior, puesto que constituye la cotidianidad de nuestro sistema normativo, lo cierto es que la reducción de nuestro análisis —como juristas e, incluso, sujetos del ordenamiento— a estos tópicos contribuye a un concepto del Derecho que poco a poco suprime la teleología del mismo.

Entre palabras y procesos, perdemos de vista que las consecuencias de cada hecho jurídico no se reducen al papel, sino que trascienden en las vidas de los individuos de manera significativa.

En ese sentido, en las líneas posteriores deseo abordar una premisa, a mi juicio, imprescindible: la responsabilidad de los miembros del gremio jurídico de ejercitar su profesión, no solo con los tecnicismos que cimientan a la misma, sino con las virtudes propias de la recta razón, en específico, la sabiduría, humildad y justicia.

En este matiz, surgen las siguientes interrogantes: ¿la aplicación ordinaria del conocimiento técnico es una conducta suficiente para la impartición de justicia? Si lo anterior es afirmativo, ¿eso significa que cualquier individuo es apto para el ejercicio del derecho desde una práctica reducida a la fórmula: ‘si A, debe ser B’? ¿Acaso no precisa la profesión jurídica, de naturaleza particularmente social, del empleo de los referidos conocimientos en función de principios virtuosos?

Si bien considero que no es posible aportar una respuesta axiomática a los cuestionamientos anteriores, estimo preciso partir de una construcción de justicia para la formulación de cualquier réplica.

En la columna precedente, rechacé con vigor la reducción de la justicia al desafortunado conjunto de prácticas burocráticas cuya finalidad atañe más a una práctica utilitarista de organización colectiva que a la atención que merecen los individuos que la conforman, una “justicia” que sublima a la solidaridad social.

Analizarlo solamente bajo la primera perspectiva implicaría convertir al Derecho en un instrumento de poder, limitado a la tutela de conducta, ajeno a cualquier ideal de justicia. Desde mi perspectiva, la justicia que resiste tras cada impacto que dicta un veredicto no proviene de una opinión aislada, sino de principios de naturaleza moral que devienen de la intersubjetividad colectiva y que están orientados al bien común y, en última instancia, a la felicidad de una sociedad más armoniosa.

En ese sentido, es claro que aquellos cuyos empeños versan sobre la facilitación de justicia deben procurar conducirse mediante comportamientos que guían a la teleología anterior a partir de la transformación interna. En este matiz, considero que una de las virtudes con las que cada miembro del gremio debe ejercer su profesión, por antonomasia, es la sabiduría.

Desde la antigüedad, términos como conocimiento, ciencia e intelecto giran en torno al concepto de sabiduría; sin embargo, lo anterior no debe reducirse al saber como técnica utilitarista, mucho menos en la práctica jurídica.

En lo particular, considero que asociar a la sabiduría con el llano almacenaje de información supondría una hipótesis arriesgada; me explico. Si bien mediante algunos experimentos alambicados he comprobado la imprecisión del conocimiento disponible en la actualidad —sobre todo mediante herramientas como la Inteligencia Artificial o el esparcimiento consciente, pero sobre todo inconsciente, de información falsa, de sofismas que nos llevan quizá a lo inicuo—, lo cierto es que, como sociedad, nunca habíamos tenido acceso al ‘conocimiento’ a tan grande escala.

Consecuentemente, asociar a la virtud de la sabiduría con la posesión de conocimiento implicaría reconocer como sabios a todos los individuos, por lo menos a aquellos cuya disponibilidad de recursos, como el tiempo o dinero, les facilita la recolección del saber.

Lo anterior, a mi parecer, no solo representa una hipótesis incompleta, sino también elitista. Estimado lector(a), con la afirmación precedente no pretendo rechazar al saber como un elemento importante en la configuración de la virtud; no obstante, la esencia de la última no es la acumulación del primero, sino la forma en que este se materializa a través de la conducta de quien lo posee.

En mi navegación conceptual sobre el particular, disfruto retomar las ideas de Cicerón sobre la naturaleza de la sabiduría. Como punto de partida, este filósofo y político romano observó a la sabiduría como aquel conocimiento racional que somete los impulsos del individuo y encausa su materialización hacia las empresas tendientes al bien consigo mismo, sus semejantes y su entorno.

En este orden de ideas, para la formación de esta virtud sí es valioso partir con un saber, en cualquier rama; sin embargo, será la aplicación de ese conocimiento lo que determine el perfeccionamiento de la misma.

En la práctica jurídica, me he encontrado con juristas sobresalientes, individuos cuya capacidad de entendimiento, precisión y formulación teórica desborda los límites de lo brillante. Sin embargo, todo ese talento parece perdido cuando, en lugar de orientarse hacia los principios de justicia, como búsqueda del bien común y preservación de la dignidad de nuestros semejantes, se limita a la aplicación tradicional, burocrática y costumbrista en la que encontramos habitual comodidad.

Respecto de las premisas anteriores, surgen varias interrogantes: actualmente, ¿cómo vivimos el derecho? ¿La justicia es aleatoria en la ejecución de nuestro sistema normativo? ¿Es una tómbola? ¿Acaso la atribuimos a la soberbia intelectual? ¿A cifras en tinta?

O, por el contrario, ¿hemos vaciado el concepto como un viento sin aire? ¿Es la aleatoriedad el mecanismo más justo que posee el ser humano? ¿Es posible hablar de resultados aleatorios que no sean justos? O, por el contrario, ¿la justicia nunca es aleatoria? ¿Las decisiones que tome el Poder Judicial actual son igual, menos o más justas que en el pasado?

Si la respuesta es en el sentido de esta última, ¿esa justicia descansa en la aleatoriedad de la elección de candidatos, hoy juzgadores? ¿Es más justa una decisión que descansa en la aleatoriedad o una que se fundamenta y parte de la base de la sabiduría y humildad?

Pienso, estimado lector(a), que el primer requisito esencial que debe tener cada persona, especialmente un juzgador, es la humildad, pues solo con esta es posible ser realmente sabio. Reconocer nuestras propias limitantes y tener oídos abiertos para cada persona y perspectiva nos permite enriquecer nuestras decisiones. Sin duda alguna, lo anterior es una premisa ineludible para aquellas personas que tienen la responsabilidad y facultad de dirimir controversias de cualquier índole.

En este panorama, considero que nuestro país enfrenta dos posibles escenarios: primero, la terrible desilusión colectiva de estudiar esta noble profesión (Derecho) como una forma de desahogar un intrascendente trámite académico y encontrar un modo de subsistencia.

Segundo, la posibilidad de fortalecer con un espíritu renovador que transforme a las nuevas generaciones del gremio, para que estas, en consecuencia, retomen los ideales virtuosos que precisa la esencia de la profesión. Amable lector(a), imagino con anhelo que cualquiera con libertad de elección escogería velar por la realización del segundo supuesto; luego, la interrogante se traslada al medio para ello. Mi primera réplica es, de manera categórica, la humildad.

Considero que, no solo en la calidad de juristas, sino también como miembros de una colectividad, la humildad es aquella virtud que precede a cualquier comportamiento cuya teleología verse sobre el bien común.

Pienso que el primer paso hacia la construcción de justicia es reconocerse miembro de una unidad, saberse igual a todo aquel con el que compartimos plano y emplear lo mucho o poco que conozcamos en la formación de un sistema que preserve la dignidad de cada individuo sin distinción alguna.

Esto solo será posible mediante una coordinación programática entre héroes, que muchas veces se disfrazan de incógnitos: profesores, abogados formadores, centros de investigación, autoridades educativas y actores relevantes en la vida pública de nuestro querido México.

Extiendo el siguiente llamado: utilicemos el Derecho como una herramienta hacia la dignidad y no como un medio de poder, obremos con recta razón y no con simple técnica, abandonemos la soberbia y transmitamos la renovación; porque, al fin y al cabo, la justicia no es tal si no reviste a todos de la misma manera.

Por último, reflexiono que la sabiduría y la humildad son supuestos indispensables para una verdadera actualización de la justicia, pues sin sabiduría y humildad únicamente existe aparente justicia, esto es, una justicia incompleta o, incluso, carente de todo contenido.

La aleatoriedad no es otra cosa que una máscara de justicia, es decir, disfraza a los eventos o decisiones. En conclusión, el trinomio perfecto interdependiente funcional es la sabiduría-humildad-justicia. Como siempre, amable lector(a), como siempre, su opinión es la más valiosa.

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