Este miércoles, la Cámara de Diputados debatió una de las leyes más importantes para cualquier gobierno: el Presupuesto, la norma que ordena —o desordena— toda la gestión. Para Javier Milei, la discusión tenía un peso adicional: a un año de asumir, su administración sigue funcionando con el presupuesto heredado de Alberto Fernández. El resultado volvió a dejar al desnudo una dificultad ya conocida: la torpeza del oficialismo para construir acuerdos estables.
La Libertad Avanza consiguió aprobar el Presupuesto pero una vez más fracasó en la intentona de derogar las leyes de financiamiento para universidades y emergencia en discapacidad metidas por la ventana en el Capítulo XI del proyecto.
El oficialismo pretendía que quienes votaron esas leyes y luego las ratificaron tras el veto del Presidente ahora dieran marcha atrás y se desdijeran de lo votado. Pero nada de eso ocurrió, la votación dejó un tendal de heridos entre los aliados y le mostró al Gobierno que hace falta mucho más que un buen resutado electoral para gobernar.
Mientras en el recinto Martín Menem veía cómo se desmoronaba el capítulo más sensible del proyecto, el Presidente hacía otra cosa. Javier Milei asistía a La Misa, el programa del agitador ultra Daniel Parisini, el “Gordo Dan”, en un clima cómodo, sin repreguntas ni contradicciones.
La del miércoles fue una jornada calurosa, como cualquier día de diciembre en Buenos Aires. Pero el Presidente llegó a los estudios de Carajo enfundado en su mameluco de YPF. Contó que tiene 14 de ellos, que usa dos por día porque quedan cubiertos de pelos cuando juega con sus “hijitos de cuatro patas” y eso lo obliga a hacer cambios diarios del atuendo. También explicó que llevó la monopieza a su viaje a Oslo –donde participó de la entrega del Premio Nobel de la Paz a Corina Machado– porque se le hizo tarde y no hizo a tiempo a cambiarse. Para rematar anunció que sorterará entre los seguidores del streaming otros cuatro más que la empresa le regaló.
Como los chicos cuando reciben un traje de Batman o el Hombre Araña y no les importa si llueve o el termómetro marca 40 de sensación térmica, el Presidente se aferra a su mameluco, tal como hizo antes con el verde militar de camuflaje.
Durante cuatro horas, Javier Milei permaneció en sentado con su mameluco en el streaming ultraoficialista de Parisini donde los anfitriones auspician más como soporte para darle un respiro entre frase y frase que como entrevistadores. Luz baja, bebida isotónica azul, un coro de aplaudidores y ningún límite.
Habló de todo lo que se le vino a la mente, porque en defintiva, de eso se tratan sus apariciones en la pantalla. Se explayó largo y tendido sobre sus teorías económicas, habló de Bilardo, de Mick Jagger, del pasillo de Estudiantes a Rosario Central, y de sí mismo.
La charla promediaba las 3 horas y media, cuando una pregunta sobre que opinaba del asesinato de una niña en el ataque terrorista de Australia –¿puede acaso haber muchas opiniones sobre el crimen de una niña?– se convirtió en el disparador para que el Presidente apunte contra todos sus fantasmas, una mezcla sin escalas de conceptos y enemigos: antisemitismo, wokismo, izquierda, medios, educación, feminismo, Black Lives Matter, Zaffaroni, Axel Kaiser. Todo junto, sin jerarquías ni matices, en un relato que ya no busca explicar la realidad sino ordenarla según una lógica propia, impermeable a los hechos.
La postal del Presidente hablando durante horas ante un auditorio complaciente contrastó con la del recinto, donde cada voto costó más de lo previsto. Entre mamelucos, teorías y enemigos imaginarios, el Gobierno volvió a enfrentar su límite más concreto: el Congreso, ese espacio donde la épica no alcanza y la política exige algo más que fidelidad de seguidores.
MG


